La chica de la trenza

Sábado, medio día y la última trenza de raíz se me estaba haciendo cuesta arriba. Lo de ejercer de peluquera no está pagado y mucho menos siendo lesbiana y teniendo que escuchar a diario a las petardas de las niñas que sólo piensan en ponerse monas para ligarse al chico de turno.

De repente la mujer, a la que no le estaba echando cuentas desde que entró por la puerta del local, se estremeció. Nuestras miradas se encontraron en el espejo y aún ruborizada por el tacto de mis dedos en su cuello me dijo:

-Sólo ha sido un escalofrío.- Y bajó el rostro hacia la revista de cotilleo que mostraba las desgracias de unos famosos de tres al cuarto.

Su piel era tan pálida como el talco y su melena rubia caía por debajo de la cintura permitiéndome hacer una trenza con la que en mis pensamientos más impuros ataría a la cama sin dejarla escapar. Sus pómulos marcados y su gran boca rosácea le cubrían de una belleza impoluta y fresca, no digna de fauces feroces como las mías.

-Ya está. ¿Te gusta? Espera que te pongo el espejo para que tengas una idea de cómo ha quedado por detrás.

-¡Perfecta!- Dijo ella. Se dio la vuelta, me miró y cogió mis manos. Aún sentada y, casi como una plegaría, me confesó que a ella no le gustaban las trenzas pero que después de semanas mirando por detrás de la cristalera de la peluquería lo único con lo que soñaba era con que mis manos rozasen su cuerpo.

Sin mediar palabra liberé una de mis manos y con la otra la arrastré hasta el almacén. El resto de las trabajadoras ya se habían marchado y sólo necesitaba un giro de llaves para encontrar la calma absoluta en el local. Volví donde la había dejado. Permanecía sentada en la pequeña silla de mimbre que tenemos guardada para los más pequeños. La diferencia es que ahora temblaba. Se llamaba Sonia y, en sus apenas 20 años, nunca había estado con ninguna mujer. Decía sentirse atraída por mí y sinceramente un caramelo así no llega todos los días como caído del cielo.

La levanté y comencé a lamer tras el lóbulo de su oreja. Volvieron de nuevo los temblores. Seguí bajando poco a poco por su barbilla hasta toparme con sus apetitos labios. Quise descubrir hasta qué punto bañaba el carmín su boca y tras besarnos durante diez minutos admiré que el tono sus labios lo provocaba su sangre.

Fui desabrochando poco a poco su blusa y aparté el sujetador de encaje morado hacia un lado. Sus pechos eran pequeños pero tan preciosos que no puede evitar llevar mi lengua y succionar los pezones ocres que parecían haber copiado el tono de su boca. La piel de su torso era aún más pálida que la de su cara por lo que dejaba adivinar cada una de las venas que recorrían sus tetas. Ella gemía y me pedía más. Hoy no le quería hacer el amor. Algo había en esa mujer que la diferenciaba del resto. Quería hacerla mía pero no ahora.

Tampoco iba a ser yo tonta y no sería la primera que actuaba como un tío la primera vez que se ponía una princesa como ella delante por lo que desabroche sus tejanos, eché hacía un lado el tanga, a juego con el sostén, e introduje un dedo en su vagina. Mientras Sonia me seguía besando yo jugaba en su interior a dar vueltas con mi anular mientras que mi dedo gordo frotaba su clítoris sin descanso.

Ella no podía más y yo quería probar todo por lo que de un tirón le bajé la ropa y me introduje de lleno en su cueva prohibida. Barbilla, boca, nariz… ¡Quería probarla con todos mis sentidos! La chiquilla apretaba mi cabeza contra su vagina y casi hacía quedarme sin aliento. Fue en ese momento cuando me acordé de su trenza.

La giré y puse sus dos manos contra la pared. Cogí su pelo y lo pasé por detrás de su hombro derecho. Caía por entre sus pechos y bajaba hasta sus genitales de manera que la masturbé con su propio pelo. Introduje su trenza por la rajita de su vagina desde delante hacia atrás y comencé a tirar de forma desacompasada.

Rugió con fuerza y el pequeño ser virginal que había aparecido dos horas antes en la peluquería se convirtió en una leona desmelenada. La trenza se había hecho pedazos y sobre su pelo ondulado yacía con una sonrisa instalada en los labios. Supe en ese momento que no sería la última vez que mis dedos se enroscasen en su pelo de amazonas…

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