Caprichos del destino

A los 26 años el mundo dejó de tutearme. La rapidez con la que mi carrera había cogido fuelle me ponía años, pero me restaba vida. Jamás había mantenido sexo en un 'aquí te pillo, aquí te mato', no salía de fiesta más allá de los compromisos como jefa y los hombres no eran capaces de acercarse a mí por miedo al rechazo.

Como cada mañana, Andrei me recogía puntual en mi apartamento. Desde que la empresa me había puesto servicio de trasporte, mis nervios habían ido cayendo en picado; sin embargo, mi aburrimiento en cada viaje era directamente proporcional al cansancio del pasar los días de la semana. Mataba los minutos pensando en situaciones absurdas, algunas de ellas subidas de tono, tanto que ese día desee que se hicieran realidad…

A los 26 años el mundo dejó de tutearme. La rapidez con la que mi carrera había cogido fuelle me ponía años, pero me restaba vida. Jamás había mantenido sexo en un 'aquí te pillo, aquí te mato', no salía de fiesta más allá de los compromisos como jefa y los hombres no eran capaces de acercarse a mí por miedo al rechazo.

Aquel día significó un punto de inflexión en mi vida. Jamás me había fijado en Andrei, ni en sus ojos azules, ni en su inmensa sonrisa y menos aún en el bulto de su pantalón. Me sentía juguetona. Era viernes y si pasaba algo tendría todo el fin de semana para borrarlo de mi cabeza. Se me había antojado igual que las joyas que cubren mi cuello, o el bolso de Prada que esconde mis vergüenzas, el mismo en el que rebusqué y encontré un par de condones.

Yo nunca hago las cosas por hacer, es más: ya había visto como me miraba entre las piernas a través del retrovisor. Era muy consciente de que le ponía como una moto, por eso, aquel día decidí no cubrir mis innombrables con ningún tipo de prenda. Entré decidida en el Mercedes camino del trabajo y le di los buenos días como de costumbre. Respondió y nos pusimos en marcha. A mitad de camino y tras unos cruces de piernas espiados por su mirada, decidí cambiar de ruta e ir hacía un descampado en el que solía huir a pensar cuando todo se volvía triste.

Al llegar solo oía el sonido de las bocinas de los camiones gritando en la autovía cercana. En ese momento, mi chófer abandonó la parte trasera del coche y se sentó a mi lado decidido. Era el único hombre que no había vacilado un segundo en estar a menos de tres metros de mí y menos aún mientras me desabrochaba la camisa de seda blanca. Mientras que cualquier otro hubiera puesto la vista en mis turgentes senos, Andrei se limitó a capturar mi atención con su mirada, desafiando con sus ojos los míos y mis ganas de tener sexo con él.

Era tan fuerte el deseo que comencé a balbucear para pedir que me hiciera suya, pero me sobresaltó al cogerme por el cuello y tumbarme de manera fortuita en el asiento del coche. Me besó el cuello, la cara, la nuca, los hombros…Ni un solo lugar de mi cuerpo dejó de ser explorado por su lengua y, cuando pensé que había acabado conmigo, me arrancó el sujetador de un solo tirón.

Su cabeza se adentró entre mis dos tetas mientras que con sus manos amasaba la piel que quedaba alrededor. Paraba únicamente para pellizcar mis pezones -cosa que a mí no me gustaba nada- pero cuando quería quitarle de encima, él me daba unos pequeños golpecitos en la cara para hacerme ver quién mandaba.

Me estaba acostumbrando a mi disfraz de obrera. Quería que él fuera mi jefe y mandara sobre mi cuerpo, sobre mi deseo. Me remangó la falda y comenzó a penetrarme. Primero despacio y poco a poco más fuerte. No eran imaginaciones mías aquello que tanto había deseado cuando me fijaba en su paquete. Era tan grande y gordo que rozaba el dolor placentero. Por un momento pensé que me iba a reventar por dentro, pero quería más. Me dolía la cabeza de amortiguar los golpes contra la puerta de cada una de las embestidas. Cuando los cristales no podían estar más empañados y nuestra saliva más seca, mi amante llegó al éxtasis mientras me apretaba los carrillos y me besaba fuertemente en los labios.

Así fue como me sentí libre aquel día. Desee que lo hiciera una y otra vez pero pasaban las semanas y Andrei no quiso volver jamás a la parte trasera del vehículo. Pensé que le había gustado pero no debió ser así. Hay veces en la vida que el dinero o el poder son incapaces de comprar el deseo. Él sabía que podía jugar conmigo pero yo me había enamorado. Al final, tras este corazón de hielo, sí se encontraba una mujer con capacidad para amar… ¿O tal vez se había convertido en mi nuevo capricho?

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