Juegos salvajes

La llegada del verano aumentaba las ganas de reencontrarme con la naturaleza. Todo el mundo conocía mi gusto por las plantas y las flores pero nadie sabía de mi adicción por estas. Era algo que iba más allá de mi propio deseo. Era el vicio de frotarme contra un árbol, el ansia de poder rozar mi clítoris con los pétalos de un nenúfar o lo que es mejor aún, darme pequeños pinchazos con las púas de una rosa.

Ese era mi destino, pasar el verano aferrada a la madre natura. Hice las maletas. Tres vestidos de gasa, dos shorts y un pequeño camisón de lino con el que me perdería en la parte trasera de la casa de mis padres. Era una finca antigua cuyo jardín daba a una pequeña playa. No se privaron de nada a la hora de elegir destino en la Costa Brava. Me encantaba perderme entre los pinos y chupar la corteza de los árboles, algo que en ocasiones me provocaba auténticas llagas en la boca y más de un orgasmo encadenado.

Llegué a un punto del ocaso. Toda mi obsesión durante el año había pasado por vivir ese momento. Sola en el caserón. Me quité los pantalones cortos y no vacilé un momento en salir medio desnuda al aire libre. El viento rozaba mis pechos y la fresca brisa de la costa hacía aumentar los pezones de tamaño. Frente a mí se encontraba el hombre de la casa, que aunque para algunos era un llorón, para mí era todo un insaciable sauce.

Comencé a tocar su tronco, oler su costra envejecida por el paso del tiempo pero extremadamente agradable al tacto de mis dedos. Le besé pero no bruscamente. No quería lastimar mis labios en tan sólo una jugada. Suavemente me encaramé a su tronco y aún con el tanga puesto para evitar roces en mis partes comencé a frotarme melódicamente.

De fondo sólo se escuchaban las olas romper contra la arena de la playa. En mi pensamiento Pol. Evidentemente él no era un árbol a pesar de que su pene era tan robusto como la rama de un roble. Cada verano nos reencontrábamos en la misma playa. A él le gustaba mirar y admirar lo que hacía yo a escondidas y que luego me recordaba mientras echábamos un polvo en la playa.

Solía poner arena en mi espalda mientras me daba bien duro por detrás. Era algo desagradable y a la vez placentero pues luego me tiraba horas sacando pequeños cantitos de mi interior. Todo ello formaba parte de mis juegos salvajes de verano. El 28 de agosto todo volvía a la normalidad. Una normalidad austera, fría y sin vida. A un otoño en el que volvía a las conversaciones con mi psicóloga para tratarme esto de la dendrofilia, una extraña parafilia que me hace amar la naturaleza más allá de lo meramente filantrópico.

Adoraba el verano, deseaba a Pol y me tiraba al sauce y en medio de todo ese caos a veces me mastrubaba en la playa. Seguí frotándome hasta que el ocaso se perdió entre las montañas y fue entonces cuando llegué al orgasmo a través de gemidos que avisaron al vecindario de que Lola ya había llegado. De repente el timbre de la puerta:

- ¡Hola Pol!

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