Mi primera tentación

"Hasta una hora estuvo en mi salón toqueteando las partes traseras del mueble de la tele. Su culo era potente, apetecible y sobre todo, se notaba duro. El gimnasio había hecho efecto en su cuerpo, pero su sonrisa estaba esculpida por dioses griegos".

Siempre he sido la más tímida de mi grupo de amigas. Con 15 años la mayoría de las chicas de la pandilla ya habían mantenido algún tipo de relación sexual con un hombre e incluso alguna de ellas había dejado atrás la virginidad con un tipo de una noche. En mi casa me dijeron que debía esperar, decir no y "cuidar de mi cuerpo con dignidad".

Ahora tengo 42 años, un perro llamado Lorca y un pez naranja al que me parezco demasiado. Evidentemente no tengo aletas, pero el cuerpo en el que vivo es igual que la pequeña pecera en la que tengo condenado a Mupi a pasar el resto de sus días.

Nada hacía presagiar que ese día llegaría el cambio. La verdad es que soy una mujer bastante atractiva de no ser porque nunca me suelto la coleta ni me maquillo el labio de rojo, un pequeño detalle que para el instalador de la fibra óptica pasó desapercibido.

Hasta una hora estuvo en mi salón toqueteando las partes traseras del mueble de la tele. Su culo era potente, apetecible y sobre todo, se notaba duro. El gimnasio había hecho efecto en su cuerpo, pero su sonrisa estaba esculpida por dioses griegos. Nunca antes había tenido tanta necesidad de entregarme a un hombre así. Debía hacer algo y debía hacerlo rápido antes de que se marchase, así que fui a mi cuarto, me pinté los labios y salí con una bata de satén negra de mi habitación.

Se impresionó al verme, pues comenzó a balbucear. ¡Era incapaz de decir dos frases conexas! Sin embargo, algo hubo que le chocó, pues al dejarle ver mi hombro desnudo salió escopetado de mi casa.

Si he esperado 42 años -pensé- puedo seguir haciéndolo medio siglo más.

Me dirigí hacia la ducha para tomar un baño de agua fría que apagase el fuego que había crecido en mi interior. El calor del verano provocaba soflama y el vapor creaba la atmósfera ideal para que las partes más ardientes de mi cuerpo quedasen humedecidas. De repente sonó el timbre y aún empapada abrí la puerta.

Delante de mí, el instalador. Sin mediar palabra se metió la mano en el bolsillo y sacó un condón. Me empujó hacia el sillón desenvolviéndome de la toalla que me tenía atrapada. Totalmente desnuda comenzó a comerme entera. Los pechos, el ombligo, la vagina. ¡Estaba tocando el cielo con las manos! Mientras se daba un gran festín yo le cogía la cabeza sin permitirle que subiera más de la cuenta.

Estaba tan mojada que puso la toalla debajo de mi culo para que no calase el sillón, me dio la vuelta y mientras que me frotaba en clítoris con una mano, me comía el culo con la otra. Yo gemía sin parar y cuando mis gritos empezaron a ser más sonoros paró y preguntó. ¿Ya estás preparada?

Mi contestación afirmativa tuvo que ver con que me diera la vuelta y me abriera de piernas delante de sus ojos. Se lamió la comisura de los labios mientras se ponía el preservativo y segundos después estaba recibiendo su pene en el interior de mi cuerpo. Una y otra vez durante 22 minutos que me hicieron sentir la mujer más afortunada del mundo.

No me dejó hacer. Cada vez que intentaba llevar las riendas de la situación me decía que disfrutase. Que aquella tarde yo lo era todo para él. Fue la primera vez que un hombre se corría por, para mí y por darme placer.

Jamás le volví a ver. Posiblemente nunca sepa su nombre y por el anillo que adornaba su dedo, lo nuestro hubiera sido imposible, pero realmente, ¡me daba igual! Ese hombre abrió la caja de Pandora de mi sexualidad. Desde entonces ya no me planteo una vida sin sexo y considero que en los años de castidad anteriores una parte de mi cuerpo estaba muerta. No es que el sexo lo sea todo para mí, ni mucho menos, pero he aprendido a quererme permitiendo que me quieran, o al menos que me deseen, pues como sabéis, para echar un polvo no hace falta sentir más allá de deseo.

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