Nuestro último recuerdo

Guardó su último beso para la ocasión. Sabía que sucedería. Tarde o temprano sus compromisos, el trabajo, su aspecto de hombre de negocios se convirtieron en razones de más para dejar de lado a la "niña" de la que se había enamorado.

Me encantaba que me llamase niña. A mis 42 años un halo de aire fresco saliendo de su boca hacía que recobrase la juventud de antaño. Después de mi escabroso divorcio había perdido la ilusión en el amor y las ganas en el sexo hasta que llegó Jonás.

El sonido del timbre conmovió mi corazón. Hacía semanas que sólo nos veíamos en la oficina. Él como jefe y yo como secretaria de su adjunto. Ni un beso, ni una palabra. Al principio el furor nos encerraba en el baño de la empresa para dar rienda suelta a nuestro deseo. Solía despeinarme la coleta mientras me ponía la cabeza contra la pared y me daba bien fuerte por detrás.

Esos eran otros tiempos. Después de un par de meses la magia se esfumó. Su mujer se trasladó a vivir a Valencia y con ella los desplantes, las mentiras, los elogios a una familia ficticia que sólo existía en su mente. Mientras seguía teniendo a su niña en la oficina, jugaba a ser perfecto haciéndole el amor a su mujer.

Al tenerle de nuevo delante, el mundo se desvaneció. Volvíamos a caer en un bucle de ojos verdes y pálpitos acelerados que obligaba a que nuestros cuerpos se fundieran en uno. Dejó caer mi bata de satén sobre el suelo del salón, permitiendo mi desnudez y apretando mi pecho contra su cuerpo. Pude notar su erección llamando a mi puerta. Como el primer día. Abrí la cremallera de su pantalón y liberé su pene de ese frenesí.

Le encantaba que le tocase pero aún más que me entregase entera a él. Amaba cada esquina de mi cuerpo que acariciaba suavemente con su boca centrándose en mi sexo. No era placer, era deleite, un sibarita de mis genitales. Podía pasarse minutos dándome placer pues Jonás disfrutaba lamiéndome.

No pude evitar correrme al poco pero sabía que, como en otras ocasiones, no sería la última vez, al menos en esa noche. Volvimos a fundir miradas entre verdes y marrones. Yo sudando, el brotando sexo por cada una de sus venas, sintiendo las de su miembro calientes entrando en mi ser. Era tan brusco que me hacía perder la cabeza. Era tan suave que conseguía enamorarme con cada uno de sus movimientos. Querría que ese momento hubiera durado una vida pero el reloj nos devolvió a la realidad.

Su último gemido nos avisó de que nuestra historia acabaría en un instante. En ese momento me di cuenta que desde que entró por casa no me había besado. Quería meterle la lengua, jugar con nuestras salivas, sentir de nuevo su aliento mezclándose con el mío, la calidez de su alma invadiendo mi boca. Sólo uno y al final. Jonás esperó a la despedida para darme el último beso. Nuestro último recuerdo. Algo tan intangible que lloraré, amaré y recordaré por el resto de mis días. Cómo ese primer juguete que se le regala a una niña.

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